Por JAHIR NAVALLES GÓMEZ*
Será que ésa es una de sus más fascinantes coincidencias, a nivel personal o colectivo, da igual, por eso dicen que “las penas con pan son menos” o que “para los sustos: un pan”, o como reza el anónimo: “un pan es un abrazo compartido”. Para hacer frente a la catástrofe nada mejor, o más sabroso, que un atole y un bolillo, antes, durante o después, porque ésta —la catástrofe, la tragedia, lo imprevisto— o sucedió en el camino, de camino, a la escuela, a la casa, al trabajo, o a punto de llegar al hogar. En el trayecto, pues.
También se puede decir que, mínimo en los años recientes, o mejor ubicados, cuando la gente “despertó” frente a un temblor, sucedió en ocasiones u horarios donde se comparten los alimentos, o cuando se estaba haciendo sobremesa, por caso en México, en 1985, estos —los sismos— sucedieron tanto en el desayuno como a la hora de la merienda, permitiéndonos identificar la relación entre acontecimiento primigenio y la (su) réplica. Registrando el instante consciente cuando la imaginación desbordó a la realidad.
La versión más conocida sobre las catástrofes proviene de las explicaciones con las que aún no se cuenta; es decir, respecto a un acontecimiento que aparece y arrasa con todo, sean edificios, playas o puertos, departamentos, multifamiliares, puentes, comunicaciones, fauna, gente, habría un único culpable, un viejo conocido, pero a la vez impalpable, algunas veces será el clima, mejor dicho, la naturaleza.
Ese referente obligado al que traducimos o reinterpretamos como una deidad enojona, rabiosa o benevolente, que envía su rencor, clemencia o mejores deseos hacia los seres vivientes o humanos, para sancionarlos, “ponerles en su lugar”, por caso el diluvio universal, o la caída de la torre de Babel, o la peste de ranas, de ratas o de langostas o de hípsters; o, la más reciente, la pandemia asociada al SARS-COVID-19, ésas entre tantas otras linduras que han sido documentadas tanto bíblica como científicamente. Cotidianamente.
Deseos y plegarias, presagios y condenas, ilusiones y fatalismos, conformidad e innovación para afrontar la tragedia serán los elementos a considerar para una psicología de las catástrofes, entendida como el análisis de la conciencia de las consecuencias de los fenómenos colectivos, de esos que no se sabe de dónde derivarían, de aquellos otros que se le adjudicaban a una entidad supraindividual y divina, o según Cantril, “alienígena”; fenómenos o acontecimientos que generarían explicaciones y narrativas, historias y leyendas que se contarían, una y otra vez, donde se databan fechas lejanas que se vincularían a experiencias íntimas, comunales o del corazón, ubicándose, re-conociéndose, co-incidiendo en latitudes y temporalidades. Ante la tragedia sólo se acepta la empatía.

Ante los desastres naturales la primera reacción será la huida, alejarse lo más posible para protegerse a uno mismo y a los suyos, sean familiares, pareja o vecinos, en ocasiones, coincidiendo con los que piensan, sienten o reaccionan diferente; ante los desastres naturales aparece la empatía, pasado un tiempo la solidaridad; no sucede lo mismo con la compasión, ésta, según Fromm, es un sentimiento con carga mística, que se exhibe de frente a las catástrofes “artificiales” y la necropolítica (guerras, exterminios, desplazamientos forzados, etcétera).
Ahí es donde reside la discusión: el vínculo sutil entre la memoria colectiva y la psicología de las catástrofes (y el olvido social), al señalar que los recuerdos —frente a la tragedia— se asientan en la impotencia y en la prevención, en la elaboración de proyectos de inclusión, en la reconstrucción y la solidaridad ante los desastres, en la organización comunal sin fines de lucro, lo cual significa no abusar del dolor, ni de las ausencias, ni de los que estaban aquí y después ya no, o al cuestionar a los que no estuvieron, pero llegaron para ayudar, las catástrofes reúnen, concilian, hacen llevaderos los años, los daños, las amistades, permiten reconstruir los lazos, crear nuevas imágenes, vivir con el dolor sin mantenerlo en suspenso, ninguna catástrofe puede ocultarse con el dedo del olvido social.
SIMULACROS
“Este catastrofismo siempre ha existido; siempre ha habido momentos de apocalipsis, de literatura de la catástrofe; pero al mismo tiempo existe un sentimiento nuevo: no se trata del apocalipsis de los humanos, sino del final de los recursos”, eso lo escribió Bruno Latour, recién entrado el siglo XXI, considerando el caleidoscopio de ejemplos que ya el siglo XX había dejado, tragedias y catástrofes siempre ha habido, lo que importa ahora es su asimilación y la contención hacia futuros escenarios.
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Fue el viernes 3 de agosto de 2024, pasada una media hora del mediodía, cuando lo imprevisto hizo acto de presencia, obligándonos a rememorar algunos de los (nuestros episodios pasados, llevándonos a preguntar dónde estuvimos en aquel momento, mejor dicho, en aquel instante cuando todo cambió. Cuestionando cómo se sintió. No sólo eso. Dónde se encuentran nuestros seres queridos, perros, gatos o inquilinos, roomies, parientes o alguno que otro familiar, empero, cada catástrofe configura significados y sentidos que se recuerdan, acerca de cuándo, a quiénes, por qué, si sí hubo sobrevivientes, cuántos y cómo lo hicieron, estadísticas mediante, dramatizaciones y heroísmos, se redactan narrativas sobre la supervivencia, la nostalgia y las ganas de vivir.
Carlos Monsiváis, el cronista mexicano del siglo pasado, documentó relatos cuando esto sucedió, y lo subtítulo así: Crónicas de la sociedad que se organiza, haciendo referencia directa a los acontecimientos trágicos asociados con el terremoto de septiembre de 1985, intercediendo por la recién llamada sociedad civil. Mencionando aquel acontecimiento que nunca tuvo un simulacro, un evento que no nos permitió disimular. Ni ensayar gestos ni la asimilación posterior de la tragedia.
El 3 de agosto de 2024 se “vivió” según la prensa, una experiencia, “totalmente capitalina”, asociada a un terremoto que nunca pasó, pero que sí podría suceder; qué bueno que sólo fue el susto, la impresión o la incomodidad por “salir” y buscar zonas de seguridad, o la anticipación a las conductas desbordadas presas del pánico difundido. Un simulacro simulado, una falsa alarma, que aprovechó nuestros recuerdos colectivos para evidenciar nuestro trauma personal.
In memoriam
*Profesor Asociado “C”, Tiempo Completo. Departamento de Sociología. Área de Investigación: Estudios Rurales y Urbanos.