Testimonio de la doctora María Irene Silva Silva
Más de 100 alumnos de licenciatura y posgrado en Psicología Social, además de académicos de esa carrera, quedaron atrapados por el huracán Otis, categoría cinco, que asoló al puerto de Acapulco durante la noche del 24 al 25 de octubre quienes estaban ahí para asistir al X Congreso Nacional y a la 2ª Reunión Internacional de Psicología Social de la Sociedad Mexicana de Psicología Social A.C. (SOMEPSO), que se llevaría a cabo del 25 al 27 de octubre, acto académico organizado por el doctor Manuel González Navarro, presidente de la SOMEPSO, en colaboración con la doctora María Irene Silva Silva, coordinadora de la licenciatura en Psicología Social de la UAM-I.
La doctora Silva brindó su testimonio a Cemanáhuac. La SOMEPSO organiza su congreso bianual desde 1987 de manera ininterrumpida. En la pandemia por Covid-19 se realizó en línea, desde entonces estaba programado el congreso en Acapulco, pero por la contingencia de salud se pospuso para el año 2023 y se organizó en el Centro de Congresos del hotel Gamma Acapulco Copacabana, dijo.
En los congresos de la SOMEPSO confluyen reconocidos académicos y estudiantes que desean seguir los senderos de la Psicología Social, los consideran una oportunidad para discutir, debatir, reflexionar y aprender.
Los estudiantes estaban muy animados por participar, la Coordinación de Psicología Social y la Dirección de Ciencias Sociales y Humanidades, a petición del doctor Manuel González Navarro, otorgó becas de inscripción al congreso a estudiantes; además, se consiguieron descuentos de hospedaje en un hotel que ofrecía las mejores condiciones ya que estaba ubicado en la zona federal, fueron pocos los jóvenes que decidieron hospedarse en otro hotel.
Desde el lunes 23 se organizó la logística del congreso; el martes nos retiramos del Centro de Convenciones como a las 19:30 horas porque al día siguiente el registro iniciaría a las 8 de la mañana, —rememoró la académica.
Hasta las 19:30 horas de ese día el aviso era que la tormenta tropical había pasado a huracán categoría dos. Los pobladores muy confiados comentaban que no pasaría por Acapulco, que se iba a desviar. Con esa información me fui a dormir, pero, ya avanzada la noche, el ruido del viento, el golpe del agua en las ventanas y los mensajes de WhatsApp de mi familia, me despertaron; todo se movía, las lámparas, los ganchos, las puertas, parecía un sismo.
En un primer momento pensé en resguardarme en el armario, mi habitación estaba en el piso 19, estaba totalmente destruida; me comuniqué con el doctor González Navarro; él me comentó que en su habitación había ya varios profesores resguardados, que habían colocado los colchones en las ventanas, me sugirió que me sumara a ellos. Pero los ascensores ya no funcionaban y varias paredes y vidrios de los pasillos estaban rotos, algunas escaleras estaban bloqueadas; sin embargo, como pude me bajé, dejé mis maletas, la laptop, el cañón, todo, sólo llevé conmigo el celular y mis identificaciones. En otras habitaciones, algunas estudiantes se resguardaban en el baño, hasta que el derrumbe fue inminente.
Techos y paredes se desprendían como si fueran de papel, las ventanas estallaban, los vidrios estaban por todas partes, las habitaciones se inundaron. Pasaban las horas, ya sólo podíamos resguardarnos en el marco del elevador, debíamos bajar, se había cortado la luz eléctrica y no corríamos riesgos; afortunadamente no hubo lesiones de gravedad, sólo algunos raspones y contusiones menores. Pasado el huracán no podíamos salir del hotel. Se nos advirtió que había asaltos y no había comida; cuando algunos profesores y alumnos se animaron a salir a buscar alimentos se dieron cuenta de que todo parecía una zona de guerra. En las tiendas no había personal que atendiera, las puertas estaban abiertas y la gente se llevaba los alimentos. No fue rapiña, era supervivencia; la gente salía a buscar qué comer; los chicos sólo buscaron agua, comida y electrolitos. Después del desastre, el hotel Copacabana fue de los pocos que ofrecían, por lo menos, algunos cuartos y pasillos donde quedarnos; casi de manera clandestina conseguimos espacio para los jóvenes, cuyo hotel había quedado en ruinas totales. Un pequeño grupo de estudiantes que se había hospedado en una casa que quedó en mejores condiciones nos llevaron algo de comida; fueron tan solidarios, gracias a ellos pudimos comer un poco.
Sí, tuvimos mucho miedo, pero no caímos en la desesperación, las y los jóvenes fueron muy valientes, nos acompañamos y fortalecimos mutuamente, hubo mucha solidaridad. También nos mantuvo en pie la fe que teníamos y seguimos teniendo en nuestra institución; sabíamos, teníamos la certeza de que la UAM nos sacaría de ahí —dijo la profesora con voz entrecortada. Sin ser un evento organizado directamente por la UAM sino por la SOMEPSO, la Rectoría, la Secretaría de unidad y la División de CSH, se organizaron para cubrir el costo del envío de dos autobuses, además de alimentos.
Llegaron por nosotros el viernes por la mañana, porque la comunicación era muy complicada y porque los derrumbes acaecidos impedían el acceso. Estoy muy agradecida con la UAM que siempre es muy comprometida con sus estudiantes, con la comunidad universitaria en general, y hasta con estudiantes externos, como los de la Universidad La Salle —algunos de sus alumnos salieron de Acapulco en los autobuses de la UAM; están muy agradecidos con nuestra institución.
En lo personal, agradezco la atención de la doctora Verónica Medina Bañuelos, de los doctores Javier Rodríguez Lagunas, José Régulo Morales Calderón y todo su equipo, así como a todos los profesores de Psicología; a Martita, la secretaria de la Coordinación, porque estuvieron muy atentos, incluso a altas horas de la madrugada; atendieron también a los padres de familia, que estaban sumamente preocupados por sus hijos; yo, desde Acapulco, y las autoridades aquí en la Unidad tratábamos de tranquilizarlos. También agradezco a los choferes y a los compañeros de protección civil que nos sacaron del desastre; todos fueron sumamente amables, atentos, se preocuparon por nosotros. Llegaron los autobuses con comida, agua, galletas, atún, en fin, fue un gesto que agradecimos mucho, porque realmente no habíamos comido casi nada.
A nuestra llegada nos esperaban los preocupados padres de familia.
Los reencuentros fueron verdaderamente emotivos, llantos de felicidad y largos abrazos por doquier. Llegamos a la ciudad alegres de haber sobrevivido a esta experiencia tan inesperada que nos dejó una gran unión y nos reafirmó la fortuna de pertenecer a una gran institución como lo es la Universidad Autónoma Metropolitana.